Freediving en Gili Islands. La penúltima frontera


#1año1mundo1vuelta 160/365.

Las olas iban subiendo en intensidad. Había comenzado el curso de Free Diving en un lugar tranquilo en el mar, sin oleaje, con el reto de bajar en apnea 10 metros el primer día y 20 metros el segundo.

Había llamado a mi madre para, entre otras cosas, contarle que lo haría.

“10 metros no es nada”, contestó. “Yo he bajado a 13 metros y sin curso.»

Todos en mi familia han bajado a 10 metros, mi madre, mi padre, mi hermana, mis hermanos.

Vaya, contesté. Bueno, 20 metros es un reto.

El oleaje dejó de ser tranquilo. Cuando el instructor, Máx, un francés super zen, me preguntó por qué quería hacer eso, contesté: Es un reto.

Solo el 10 por ciento de los que hacen el curso logran los 20 metros.

El oleaje crecía, era cada vez más fuerte. Estábamos solos, tres personas agarrados a un salvavidas, solo con gafas y esnórquel, a 25 minutos de la costa más cercana.

Arancha también me preguntó. Me gusta la sensación de estar en medio del azul marino. Mirar para arriba y ver la luz del sol.

“Lo mismo dijiste del scuba diving” dijo.

Es un reto, rematé.

Y, mientras veía la pesa suspendida del salvavidas-boya a 20 metros de profundidad, también me pregunté: ¿Para qué carajos quiero bajar a 20 metros de profundidad en medio del océano? Porque es la penúltima frontera, me dije a mi mismo. Te estás entrenando, adaptándote a la poca luz, a los rayos del sol contados con los dedos de la mano. A la falta de aire. A las tres atmósferas de presión. A la ingravidez. Y bajé, sin pensar, boca abajo, sin mirar al fondo ni a la superficie, solo viendo el azul que iba cambiando de tono cada vez más oscuro, solo siguiendo la cuerda entre la boya y la pesa. Y llegué a la pesa. Vi el fondo marino que desde la superficie no se puede ver. Miré alrededor y vi a Max ingrávido, sonriendo, haciendo la señal de Ok. Ok, contesté. Y miré para arriba, no a la superficie, sino al sol. Claro, para cuando se pueda ser turista en el espacio, para eso quiero bajar hasta 20 metros. Para eso estoy entrenando. Esa es la última frontera. Comencé a subir contento, casi cantando.

Lo intenté 6 veces más. En todas llegué a 20 metros. La última me quedé ahí, entrenando la ingravidez, sin aire, sin luz, con presión. Solo el azul océano, la pesa y esa cuerda que sostiene una boya que flota en medio del océano y los rayos del sol recordándome que ese era el reto.

Foto: 5 años depués en un cenote en Tulúm, México.